Me faltaba un apoyo moral, algo en que fundar un movimiento armado contra Don Francisco I. Madero. La posibilidad de la empresa que yo intentaba, era notoria: sólo faltaba dar una razón al mundo.
Me aproveché de las gestiones del Senado de la República. El Senado, como la Cámara de Diputados, no eran sino una cueva de conspiradores. La anarquía de ideas entre los señores que formaban el Congreso de la Unión, era total. Los grandes grupos de gobiernistas estaban subdivididos en otros pequeños en que había pinistas, vasquistas, indecisos, gustavistas y antimaderistas…
Lo que más me ayudó fue el temor que abrigaban en mi país todos los gobernantes a una intervención armada de parte de EE. UU. Y digo “abrigaban” porque firmemente creo que no se volverá a dar el caso de que se teman las invasiones. Yo he alejado para siempre el temor del alma de los mexicanos.
El señor embajador de EE. UU. hizo, pues, sus gestiones encaminadas a hacer creer al Gobierno (mexicano) que EE. UU. intervendría en México si no cesaba la lucha en la capital. La especie se propaló en un momento de terror y todo el mundo la acogió no sólo como posible sino hasta como una medida salvadora. Ya es sabido que la Capital de la República es una ciudad propicia a ser conmovida por todos los embaucadores. Yo creó, señores, que de la Ciudad de México ha de salir un Mesías!
Y bien, los señores Senadores celebraron varias juntas: hicieron su papel admirablemente al mismo tiempo que en el ánimo de ellos se arraigaba la idea de que el triunfo de Félix (Díaz) era necesario para que cesara la lucha que tanto espanto sembraba.
Junto con el apoyo implícito o explícito de influyentes sectores de extranjeros, grupos conservadores mexicanos, encabezados por Félix Díaz y Bernardo Reyes, lograron la adhesión Victoriano Huerta (y el de Pascual Orozco a este) a su causa. Esta sublevación conservadora conocida como la Decena Trágica (9-18 de febrero de 1913), después de aprehender a Madero y Pino Suárez, concluyó con el asesinato del presidente y vicepresidente la noche de entre el 22 y 23 de febrero.
Me aproveché de las gestiones del Senado de la República. El Senado, como la Cámara de Diputados, no eran sino una cueva de conspiradores. La anarquía de ideas entre los señores que formaban el Congreso de la Unión, era total. Los grandes grupos de gobiernistas estaban subdivididos en otros pequeños en que había pinistas, vasquistas, indecisos, gustavistas y antimaderistas…
Lo que más me ayudó fue el temor que abrigaban en mi país todos los gobernantes a una intervención armada de parte de EE. UU. Y digo “abrigaban” porque firmemente creo que no se volverá a dar el caso de que se teman las invasiones. Yo he alejado para siempre el temor del alma de los mexicanos.
El señor embajador de EE. UU. hizo, pues, sus gestiones encaminadas a hacer creer al Gobierno (mexicano) que EE. UU. intervendría en México si no cesaba la lucha en la capital. La especie se propaló en un momento de terror y todo el mundo la acogió no sólo como posible sino hasta como una medida salvadora. Ya es sabido que la Capital de la República es una ciudad propicia a ser conmovida por todos los embaucadores. Yo creó, señores, que de la Ciudad de México ha de salir un Mesías!
Y bien, los señores Senadores celebraron varias juntas: hicieron su papel admirablemente al mismo tiempo que en el ánimo de ellos se arraigaba la idea de que el triunfo de Félix (Díaz) era necesario para que cesara la lucha que tanto espanto sembraba.
Victoriano Huerta, Memorias.
Junto con el apoyo implícito o explícito de influyentes sectores de extranjeros, grupos conservadores mexicanos, encabezados por Félix Díaz y Bernardo Reyes, lograron la adhesión Victoriano Huerta (y el de Pascual Orozco a este) a su causa. Esta sublevación conservadora conocida como la Decena Trágica (9-18 de febrero de 1913), después de aprehender a Madero y Pino Suárez, concluyó con el asesinato del presidente y vicepresidente la noche de entre el 22 y 23 de febrero.
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