…“Y vivió feliz largos años.” Tantos, como aquellos en que la gente no puso reparos en su falla. Él mismo no había concedido mayor importancia a la oscuridad que le arrebataba media visión. Desde pequeñuelo se advirtió el defecto, pero con filosófica resignación habíase dicho: “Teniendo uno bueno, el otro resultaba un lujo.” Y fue así como se impuso el deber de no molestarse a sí mismo, al grado de que llegó a suponer que todos veían con la misma misericordia su tacha; porque “teniendo uno bueno…”
Más llegó un día infausto; fue aquel cuando se le ocurrió pasar frente a la escuela, en el preciso momento en que los muchachos salían. Llevaba él su cara alta y el paso garboso, en una mano la cesta desbordante de frutas, verduras y legumbres destinadas a la vieja clientela.
“Ahí va el tuerto”, dijo a sus espaldas una vocecita tipluda.
La frase rodó en medio del silencio. No hubo comentarios, ni risa, ni algaraza…Era que acababa de hacerse un descubrimiento.
Sí, un descubrimiento que a él mismo le había sorprendido.
“Ahí va el tuerto”… “el tuerto”… “tuerto”, masculló durante todo el tiempo que tardo su recorrido de puerta en puerta dejando sus “entregos”.
Tuerto, sí seño, él acabo por aceptarlo: en el fondo del espejo, trémulo entre sus manos, la impar pupila se clavaba sobre un cúmulo que se interponía entre él y el sol…
Sin embargo, bien podría ser que nadie le diera valor al hallazgo del indiscreto escolar... ¡Andaban tantos tuertos por el mundo! Ocurriósele entonces (imprudente) poner a prueba tan optimista suposición.
Así lo hizo.
Pero cuando pasó frente a la escuela, un peso terrible lo hizo bajar la cara y abatir el garbo del paso. Evitó un encuentro entre su ojo huérfano y los múltiples burlones que lo siguieron tras la cuchufleta: “Adiós, media luz”.
Detuvo la marcha y por primera vez miro como ven los tuertos: era la multitud infantil una mácula brillante en medio de la calle, algo sin perfiles, ni relieves, ni volumen. Entonces las risas y las burlas llegaron a sus oídos con acentos nuevos, como oyen los tuertos.
Desde entonces la vida se le hizo ingrata.
Los escolares dejaron el aula porque habían llegado las vacaciones: la muchachada se disperso por el pueblo.
Para él la zona peligrosa se había diluido: ahora era como un manchón que se extendía por todas las calles, por todas las plazas…Ya el expediente de regir su paso por el portón del colegio no tenía valimiento: la desazón le salía al paso, desenfrenada, agresiva. Era la parvada de rapaces que a coro le gritaban:
Uno, dos, tres,
tuerto es…
O era el mocoso que tras el parapeto de una esquina lo increpaba:
“Eh, tú, prende el otro farol…”
Sus reacciones fueron evolucionando: el estupor se hizo pesar, el pesar, vergüenza y la vergüenza, rabia, porque la broma la sentía como injuria y la gresca como provocación.
Con su estado de ánimo, pero sin perder aquel aspecto ridículo, aquel aire cómico que tanto gustaba a los muchachos:
Uno, dos, tres
tuerto es…
Y él ya no lloraba; se mordía los labios, berreaba, maldecía y amenazaba con los puños apretados.
Mas la cantaleta era tozuda y la voluntad caía en resultados funestos.
Un día echó mano de piedras y las lanzó una a una con endemoniada puntería contra la valla de muchachos que le cerraban el paso; la pandilla se dispersó entre carcajadas. Un nuevo mote salió en esta ocasión: “Ojo de tirador.”
Desde entonces no hubo distracción mejor para la caterva que provocar al tuerto.
Claro que había que buscar remedio a los males. La madre amante recurrió a la terapéutica de todas las comadres: cocimientos de renuevos de mezquite, lavatorios con agua de malva, cataplasmas de vinagre aromático…
Pero la porfía no encontraba dique:
Uno, dos, tres,
tuerto es…
Pescó por una oreja al mentecato y, trémulo de sañas, le apretó el cogote, hasta hacerlo escupir la lengua. Estaban en las orillas del pueblo, sin testigos; ahí pudo erigirse la venganza, que ya surgía en espumarajos y quejidos…Pero la inopinada presencia dos hombres vino a evitar aquello que ya palpitaba en el pecho del tuerto como un goce sublime.
Fue a parar a la cárcel.
Se olvidaron los remedios de la comadrería para ir en busca de las recetas del médico. Vinieron entonces pomadas, colirios y emplastos, a cambio de transformar el cúmulo en espeso nimbo.
El manchón de la inquina había invadido sitios imprevistos: un día, al pasar por el billar de los portales, un vago probó la eficacia de la chirigota:
“Adiós, ojo de tirador…”
Y el resultado no se hizo esperar; una bofetada del ofendido determinó que el grandullón le hiciera pagar muy caros los arrestos…Y el tuerto volvió aquel día a casa sangrante y maltrecho.
Buscó en el calor materno un poquito de paz y en el árnica alivio a los incontables chichones…La vieja acarició entre sus dedos la cabellera revuelta del hijo que sollozaba sobre sus piernas.
Entonces se pensó en buscar por otro camino ya no remedio a los males, sino tan sólo disimulo de la gente para aquella tara que les resultaba fastidiosa.
En falla de los medios humanos, ocurrieron al concurso de la divinidad: la madre prometió a la virgen de San Juan de los Lagos llevar a su santuario al muchacho, quien sería portador de un ojo de plata, exvoto que dedicaban a cambio de templar la inclemencia del muchacherio.
Se acordó que él no volviese a salir a la calle; la madre lo sustituiría en el deber diario de surtir las frutas, las verduras y las legumbres a los vecinos, actividad de la que dependía el sustento de ambos.
Cuando todo estuvo listo para el viaje, confiaron las llaves de la puerta de su chiribitil a una vecina y, con el corazón lleno y el bolso vano, emprendieron la caminata, con el designio de llegar frente a los altares de la milagrería, precisamente por los días de la feria.
Ya en el santuario, fueron una molécula de la muchedumbre. Él se sorprendió de que nadie señalara su tacha; gozaba de ver a la gente cara a cara, de transitar entre ella con desparpajo, confianzudo, amparado en su insignificancia. La madre lo animaba: “Es que el milagro ya empieza a obrar… ¡Alabada sea la virgen de San Juan…!”
Sin embargo, él no llegó a estar muy seguro del prodigio y se conformaba con disfrutar aquellos momentos de ventura, empañados de cuando en cuando por lo que, como un eco remotísimo, solía llegar a sus oídos:
Uno, dos, tres,
tuerto es…
Entonces había en su rostro pliegues de pesar, sombras de ira y resabios de suplicio.
Fue la víspera del regreso; caía la tarde cuando las cofradías y las peregrinaciones asistían a las ceremonias de “despedida”. Los danzantes desempedraban el atrio con su zapateo contundente; la musiquilla y los sonajeros hermanaban ruido y melodía para elevarlos como el espíritu de una plegaria. El cielo era un incendio; millares de cohetes reventaban en escándalo de luz, al estallido de su vientre ahíto de salitre y pólvora.
En aquel instante, el seguía embobado, la trayectoria de un cohetón que arrastraba como cauda gruesa una varilla…Simultáneamente al trueno, un florón de luces brotó en otro lugar del firmamento; la única pupila busco recreo en las policromías efímeras…De pronto el sintió un golpe tremendo en su ojo sano…Siguieron la oscuridad, el dolor, los lamentos.
La multitud lo rodeó.
- La varilla de un cohetón ha dejado ciego a mi muchachito- gritó la madre, quien imploró después-: Busquen un doctor, en caridad de Dios.
Retornaban. La madre hacía de lazarillo. Iban los dos trepando trabajosamente la pina falda de un cerro. Hubo de hacerse un descanso. Él gimió y maldijo su suerte…Mas ella, acariciándole la cara con sus dos manos, le dijo:
- Ya sabía yo, hijito, que la virgen de San Juan no nos iba a negar un milagro… ¡Porque lo que ha hecho contigo es un milagro patente!
Él puso una cara de estupefacción al escuchar aquellas palabras.
- ¿Milagro, madre? Pues no se lo agradezco, he perdido mi ojo bueno en las puertas de su templo.
- Ése es el prodigio por el que debemos bendecirla: cuando te vean en el pueblo, todos quedaran chasqueados y no van a tener más remedio que buscarse otro tuerto de quien burlarse…Porque tú, hijo mío, ya no eres tuerto.
Él permaneció silencioso algunos instantes, el gesto de amargura fue mudando lentamente hasta transformarse en una risa dulce, sonrisa de ciego, que le iluminó toda la cara.
- ¡Es verdad, madre, yo ya no soy tuerto…! Volveremos el año que entra; sí, volveremos al santuario para agradecer las mercedes a Nuestra Señora.
- Volveremos hijo, con un par de ojos de plata.
Y, lentamente, prosiguieron su camino.
Más llegó un día infausto; fue aquel cuando se le ocurrió pasar frente a la escuela, en el preciso momento en que los muchachos salían. Llevaba él su cara alta y el paso garboso, en una mano la cesta desbordante de frutas, verduras y legumbres destinadas a la vieja clientela.
“Ahí va el tuerto”, dijo a sus espaldas una vocecita tipluda.
La frase rodó en medio del silencio. No hubo comentarios, ni risa, ni algaraza…Era que acababa de hacerse un descubrimiento.
Sí, un descubrimiento que a él mismo le había sorprendido.
“Ahí va el tuerto”… “el tuerto”… “tuerto”, masculló durante todo el tiempo que tardo su recorrido de puerta en puerta dejando sus “entregos”.
Tuerto, sí seño, él acabo por aceptarlo: en el fondo del espejo, trémulo entre sus manos, la impar pupila se clavaba sobre un cúmulo que se interponía entre él y el sol…
Sin embargo, bien podría ser que nadie le diera valor al hallazgo del indiscreto escolar... ¡Andaban tantos tuertos por el mundo! Ocurriósele entonces (imprudente) poner a prueba tan optimista suposición.
Así lo hizo.
Pero cuando pasó frente a la escuela, un peso terrible lo hizo bajar la cara y abatir el garbo del paso. Evitó un encuentro entre su ojo huérfano y los múltiples burlones que lo siguieron tras la cuchufleta: “Adiós, media luz”.
Detuvo la marcha y por primera vez miro como ven los tuertos: era la multitud infantil una mácula brillante en medio de la calle, algo sin perfiles, ni relieves, ni volumen. Entonces las risas y las burlas llegaron a sus oídos con acentos nuevos, como oyen los tuertos.
Desde entonces la vida se le hizo ingrata.
Los escolares dejaron el aula porque habían llegado las vacaciones: la muchachada se disperso por el pueblo.
Para él la zona peligrosa se había diluido: ahora era como un manchón que se extendía por todas las calles, por todas las plazas…Ya el expediente de regir su paso por el portón del colegio no tenía valimiento: la desazón le salía al paso, desenfrenada, agresiva. Era la parvada de rapaces que a coro le gritaban:
Uno, dos, tres,
tuerto es…
O era el mocoso que tras el parapeto de una esquina lo increpaba:
“Eh, tú, prende el otro farol…”
Sus reacciones fueron evolucionando: el estupor se hizo pesar, el pesar, vergüenza y la vergüenza, rabia, porque la broma la sentía como injuria y la gresca como provocación.
Con su estado de ánimo, pero sin perder aquel aspecto ridículo, aquel aire cómico que tanto gustaba a los muchachos:
Uno, dos, tres
tuerto es…
Y él ya no lloraba; se mordía los labios, berreaba, maldecía y amenazaba con los puños apretados.
Mas la cantaleta era tozuda y la voluntad caía en resultados funestos.
Un día echó mano de piedras y las lanzó una a una con endemoniada puntería contra la valla de muchachos que le cerraban el paso; la pandilla se dispersó entre carcajadas. Un nuevo mote salió en esta ocasión: “Ojo de tirador.”
Desde entonces no hubo distracción mejor para la caterva que provocar al tuerto.
Claro que había que buscar remedio a los males. La madre amante recurrió a la terapéutica de todas las comadres: cocimientos de renuevos de mezquite, lavatorios con agua de malva, cataplasmas de vinagre aromático…
Pero la porfía no encontraba dique:
Uno, dos, tres,
tuerto es…
Pescó por una oreja al mentecato y, trémulo de sañas, le apretó el cogote, hasta hacerlo escupir la lengua. Estaban en las orillas del pueblo, sin testigos; ahí pudo erigirse la venganza, que ya surgía en espumarajos y quejidos…Pero la inopinada presencia dos hombres vino a evitar aquello que ya palpitaba en el pecho del tuerto como un goce sublime.
Fue a parar a la cárcel.
Se olvidaron los remedios de la comadrería para ir en busca de las recetas del médico. Vinieron entonces pomadas, colirios y emplastos, a cambio de transformar el cúmulo en espeso nimbo.
El manchón de la inquina había invadido sitios imprevistos: un día, al pasar por el billar de los portales, un vago probó la eficacia de la chirigota:
“Adiós, ojo de tirador…”
Y el resultado no se hizo esperar; una bofetada del ofendido determinó que el grandullón le hiciera pagar muy caros los arrestos…Y el tuerto volvió aquel día a casa sangrante y maltrecho.
Buscó en el calor materno un poquito de paz y en el árnica alivio a los incontables chichones…La vieja acarició entre sus dedos la cabellera revuelta del hijo que sollozaba sobre sus piernas.
Entonces se pensó en buscar por otro camino ya no remedio a los males, sino tan sólo disimulo de la gente para aquella tara que les resultaba fastidiosa.
En falla de los medios humanos, ocurrieron al concurso de la divinidad: la madre prometió a la virgen de San Juan de los Lagos llevar a su santuario al muchacho, quien sería portador de un ojo de plata, exvoto que dedicaban a cambio de templar la inclemencia del muchacherio.
Se acordó que él no volviese a salir a la calle; la madre lo sustituiría en el deber diario de surtir las frutas, las verduras y las legumbres a los vecinos, actividad de la que dependía el sustento de ambos.
Cuando todo estuvo listo para el viaje, confiaron las llaves de la puerta de su chiribitil a una vecina y, con el corazón lleno y el bolso vano, emprendieron la caminata, con el designio de llegar frente a los altares de la milagrería, precisamente por los días de la feria.
Ya en el santuario, fueron una molécula de la muchedumbre. Él se sorprendió de que nadie señalara su tacha; gozaba de ver a la gente cara a cara, de transitar entre ella con desparpajo, confianzudo, amparado en su insignificancia. La madre lo animaba: “Es que el milagro ya empieza a obrar… ¡Alabada sea la virgen de San Juan…!”
Sin embargo, él no llegó a estar muy seguro del prodigio y se conformaba con disfrutar aquellos momentos de ventura, empañados de cuando en cuando por lo que, como un eco remotísimo, solía llegar a sus oídos:
Uno, dos, tres,
tuerto es…
Entonces había en su rostro pliegues de pesar, sombras de ira y resabios de suplicio.
Fue la víspera del regreso; caía la tarde cuando las cofradías y las peregrinaciones asistían a las ceremonias de “despedida”. Los danzantes desempedraban el atrio con su zapateo contundente; la musiquilla y los sonajeros hermanaban ruido y melodía para elevarlos como el espíritu de una plegaria. El cielo era un incendio; millares de cohetes reventaban en escándalo de luz, al estallido de su vientre ahíto de salitre y pólvora.
En aquel instante, el seguía embobado, la trayectoria de un cohetón que arrastraba como cauda gruesa una varilla…Simultáneamente al trueno, un florón de luces brotó en otro lugar del firmamento; la única pupila busco recreo en las policromías efímeras…De pronto el sintió un golpe tremendo en su ojo sano…Siguieron la oscuridad, el dolor, los lamentos.
La multitud lo rodeó.
- La varilla de un cohetón ha dejado ciego a mi muchachito- gritó la madre, quien imploró después-: Busquen un doctor, en caridad de Dios.
Retornaban. La madre hacía de lazarillo. Iban los dos trepando trabajosamente la pina falda de un cerro. Hubo de hacerse un descanso. Él gimió y maldijo su suerte…Mas ella, acariciándole la cara con sus dos manos, le dijo:
- Ya sabía yo, hijito, que la virgen de San Juan no nos iba a negar un milagro… ¡Porque lo que ha hecho contigo es un milagro patente!
Él puso una cara de estupefacción al escuchar aquellas palabras.
- ¿Milagro, madre? Pues no se lo agradezco, he perdido mi ojo bueno en las puertas de su templo.
- Ése es el prodigio por el que debemos bendecirla: cuando te vean en el pueblo, todos quedaran chasqueados y no van a tener más remedio que buscarse otro tuerto de quien burlarse…Porque tú, hijo mío, ya no eres tuerto.
Él permaneció silencioso algunos instantes, el gesto de amargura fue mudando lentamente hasta transformarse en una risa dulce, sonrisa de ciego, que le iluminó toda la cara.
- ¡Es verdad, madre, yo ya no soy tuerto…! Volveremos el año que entra; sí, volveremos al santuario para agradecer las mercedes a Nuestra Señora.
- Volveremos hijo, con un par de ojos de plata.
Y, lentamente, prosiguieron su camino.
La Parábola del Joven Tuerto, Francisco Rojas González.
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